Desierto cuaresmal
Otro año, otro miércoles de ceniza y otra Cuaresma, probablemente similar a la que ya vivíamos hace un año en el cual comenzaba el confinamiento. Nos toca vivir un año más sin misiones y, en muchos lugares, sin celebraciones litúrgicas. Podría parecer que la Iglesia es repetitiva al proponer todos los años las tres mismas actitudes cuaresmales (ayuno, limosna y oración) y con los mismos sermones de siempre. Sin embargo, la novedad somos nosotros, ya que no somos los mismos de hace un año y no somos los mismos de los que seremos el próximo año. La liturgia y las tradiciones son las mismas, pero nuestras experiencias son las que cambian. Cada Cuaresma es única e irrepetible porque tenemos la oportunidad de cambiar y renovarnos, renovar nuestra fe, nuestros hábitos y nuestra vida espiritual.
Debemos ver más allá de la
crisis actual que podría parecer que “detiene” nuestro ímpetu religioso, ya que
es precisamente en la prueba en donde salen a relucir las verdaderas relaciones
y el verdadero amor, que claramente incluye nuestra relación con el Señor. Si actualmente
sientes que algo ha detenido tu relación con Dios, o te ha alejado de Él,
probablemente sea porque aún desde antes del confinamiento había ya algo que no
funcionaba.
Como sucedió con los israelitas,
la Cuaresma es un momento que podemos convertir en un desierto, con todas las
dificultades que conlleva. En este punto es bueno recordar que los israelitas
no llegaron inmediatamente a la Tierra Prometida, y es muy seguro que tampoco
nosotros lleguemos a ella sin pasar un tiempo (poco o mucho) en el desierto. Lo
que debemos hacer es seguir avanzando con valentía, recordando que Jesús nos
alcanzó ya la libertad que tanto anhelamos y que muchas veces no nos damos
cuenta de que ya tenemos.
En estos tiempos actuales en
los cuales estamos habituados a tener todo controlado, planeado y agendado, hay
que recordar que no siempre podemos tener la vida asegurada, no podemos agendar
el fin de nuestro desierto y no controlamos el tiempo que estamos en él, pero
sí podemos controlar cómo lo vivimos. Tenemos tres opciones: maldecir el
desierto, lamentarnos de él o tratar de discernir lo que el Señor nos quiere
decir al pasar por él. Es absolutamente necesario que los cristianos aprendamos
a cambiar nuestra actitud frente al desierto y a las dificultades, sólo así
tendrá sentido, objetivo y fruto.
Con todo el miedo que conlleva,
es necesario que nos preguntemos qué es lo que no nos permite seguir avanzando,
qué es lo que no estamos haciendo y qué es lo que estamos descuidando en
nuestra vida. Todos hemos pasado por desiertos espirituales, pero tengamos
presente que una cosa es la aridez que viene de nuestra inconstancia y tibieza
y otra muy diferente la que Dios permite para bien de nuestra propia alma. Por
lo tanto, la Cuaresma es un buen momento para evaluar si somos constantes en
nuestra oración y en nuestra vida espiritual en general.
Sólo si nos disponemos a
profundizar en nuestra vida y a tener la disposición de mejorar, el Señor podrá
actuar dentro de nosotros, con Su gracia; pero si nos cerramos y nos negamos a
cambiar, difícilmente el Señor podrá guiarnos a la Tierra Prometida. Retomando
el Evangelio de hoy, Jesús fue tentado por Satanás en el desierto, pero el
demonio no contaba con que sería el Espíritu el que guiaría a Jesús para salir
victorioso de cada tentación. Nosotros decidimos quién queremos que sea el
protagonista de nuestro desierto: el mal o el Espíritu.
Para salir victoriosos, es
necesario que dejemos de ocultar nuestra debilidad, nuestras heridas, nuestras
crisis y nuestras preguntas; en lugar de eso, tenemos la oportunidad de ver dentro
de nuestro interior y reconocer todo aquello que llevamos en el corazón. Se
trata de procurar no caer en la tentación de querer controlar todas las
situaciones y de querer resolver todo con nuestras propias fuerzas, porque
jamás podremos hacerlo sin desgastarnos física, mental y espiritualmente. Sólo
si tenemos paciencia, podremos ver que el Señor nos habla a través de nuestras
debilidades y de las dificultades.
Si no somos capaces de tener
la humildad de reconocernos débiles y necesitados del Señor, no seremos capaces
tampoco de descubrir el sentido de la Pascua para la cual nos estamos
preparando. Si no nos sacrificamos un poco con ayunos y otras acciones, por el
bien de nuestro espíritu, al llegar la Vigilia Pascual no experimentaremos
mayor novedad y sólo viviremos una Pascua más dentro de la rutina de cada año. La
Cuaresma no será la misma si nosotros somos los que nos decidimos a cambiar.
Qué diferente sería nuestra
vida si, en vez de pedirle al Señor que nos quite la cruz (las pruebas y las
dificultades), le pidiéramos que nos enseñe cómo llevarla. Ciertamente, el
Señor puede hacer a un lado los obstáculos y hacer milagros, pero un milagro
más grande sería llegar a la santidad gracias a esas cruces tan pesadas. Y no
es que los cristianos debamos ser masoquistas y buscar el sufrimiento, sino que
debemos aprender a darle un sentido y, al hacerlo, cambiará seguramente nuestro
modo de ver la vida, aprenderíamos a agradecer más y a quejarnos menos. Cuando
Jesús llevaba la Cruz a cuestas, no le pidió al Padre que se la quitara, sino
que la abrazó fuerte porque sabía que era la voluntad de Dios.
Si no estamos dispuestos a
morir a nosotros mismos, no hemos entendido la Cuaresma y lo que debemos hacer
en ella. Por el contrario, si nos disponemos a morir, podremos dar fruto. Y
esta muerte no es necesariamente física, sino que muchas veces se refiere a la
entrega de sí a los demás. De este modo, cobra sentido concluir que las
personas que mueren a sí mismas, es decir, que se entregan a los demás, son las
más felices y las que más fruto dan; son las que, cuando llega el momento, le
pueden decir al Señor que le han ganado cinco talentos más de los que Él les dio.
Para vivir, hay que morir y, para ello, hay que sacarle el mayor provecho a
nuestro desierto, a nuestra Cuaresma. Nadie llega a la Tierra Prometida sin
pasar por el desierto. Sólo así, peregrinando, podremos recordar, alegrarnos y
vivir realmente la resurrección del Señor, porque nosotros habremos resucitado
junto con Él.
Verdaderamente el desierto es necesario para ver la Gloria de Dios, y aunque lo recordamos en cuaresma en ocasiones sucede en nuestra vida sin importar el tiempo litúrgico. Me gustó mucho su reflexión, Gloria a Dios por sus palabras. PD: llegué aquí por su perfil de Twitter. Paz y bien!
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